A mi vecina se le murió una hija en Venezuela. Aparentemente fallecida en un accidente y cómo la familia en Caracas tenía muchos recursos la enviaron por avión hasta su tierra natal, en la vieja Habana.
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Durante el sepelio llamaba mucho la atención por su belleza angelical, sus abundantes y crespos cabellos rojos, su rostro de una serenidad escalofriante, como si en vez de estar muerta descansara dulcemente. Los presentes en la capilla detenían la vista en el lujosísimo ataúd blanco forrado en seda y encajes, con incrustaciones de perlas, rosas y gladiolas naturales de varios colores.
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Yo estaba presente cuando llamaron a mi vecina de la oficina de la funeraria Rivero de Calzada y K, en el Vedado. El administrador le solicitó muy amablemente que donara la caja de la muerta para cuando falleciera alguna personalidad política. La reacción de mi vecina fue la peor. Mejor no lo cuento. Soltó dos malas palabras y salió como una tromba de la administración.
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Lo menos que se imaginó el funcionario aquél fue que mi vecina no simpatizaba con la dictadura. Días y meses después me repetía lo mismo:-¡Mira que pedirme la caja de mi hija para un cabrón comunista!
Lo menos que se imaginó el funcionario aquél fue que mi vecina no simpatizaba con la dictadura. Días y meses después me repetía lo mismo:-¡Mira que pedirme la caja de mi hija para un cabrón comunista!
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Me ha contado que en dos ocasiones ha hecho abrir la tumba, sólo para comprobar que su hija descansa en su lujosísima caja venezolana, como ella se lo merecía, por su belleza y buen corazón.
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Tania Díaz Castro
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Tania Díaz Castro
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